Las constituciones, como conjunto de leyes humanas que son, siempre serán imperfectas, incompletas, y por lo tanto, en algunos casos también injustas. Como la vida humana, no son eternas, rígidas e invariables. Están sometidas a la revisión y al cambio.
Tengo la sensación de que, por uno y otro lado, se trata de mitificar a la Constitución del 1978, esto es, otorgarle una serie de atributos maximalistas y rigoristas que para nada tienen que ver con la compilación legislativa que realmente es.
Hay quien considera que la Constitución es un logro casi suprahumano, ideal, a punto de haber sido dictado por dioses y redactado por heróicos prohombres. Por otra parte, hay quien sataniza la Constitución, haciéndola responsable de todos y cada uno de los sufrimientos e injusticias que asolan al ciudadano español.
Con sus imperfeciones, la Constitución es, ni más ni menos, un freno a la tiranía y al absolutismo. Un conjunto de leyes que limitan el poder que puede estar en manos de uno o varios individuos. Que no se puede violar o, por lo menos, que su violación es tan compleja y enrevesada que espanta a cualquier intento de satrapía.
Como imperfecta que es, toda constitución debe reservar mecanismos para su modificación. De lo contrario, una constitución inamovible y eterna tendría más de ley sagrada que de ley política. Indudablemente, la nueva constitución que surja de esa modificación podrá ser mejor, más jamás perfecta, e incurrirá, como sucedía con la antigua, en graves errores e injusticias.
Creo que es sensato respetar la Constitución del 1978, a la vez de exigir mejoras en ciertos puntos que, quizás, con el paso de los años, han quedado un tanto vetustos. Y más sensato aún es alejarse de aquellos que la adulan, como si fuera un texto dictado por los dioses. Alejarse de ellos tanto como de aquellos que reniegan de ella, iluminados que se creen poseedores de la Verdad Suprema; custodios de unas leyes perfectas e inquebrantables que se supone que, si se pusieran en práctica, traerían a la humanidad una felicidad y una justicia sin parangón.
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