En primer lugar, yo no habría titulado así la última obra publicada por Paul Preston. “Un pueblo traicionado”. Además de amarillista, contiene una importante falsedad que se va a ir evidenciando a medida que se leen las páginas de ese libro: el pueblo al que alude el historiador británico no es tal: ese pueblo español se trata de un conglomerado complejo, equívoco, bastardo e interdependiente de identidades que supera ampliamente en riqueza cromática a ese “pueblo español” monolítico que aparece impreso en la portada. Ya no es solo por Cataluña o Euskadi, que tampoco son pueblos tan homogéneos como nos quieren hacer creer los intelectuales nacionalistas que comen de la mano de los políticos. En España, como en cualquier Estado-nación que se precie, bullen cientos, miles de “pueblos”. Según la clasificación que se utilice (idioma, posición geográfica, situación histórica a partir de cierto año concreto, status económico…) estos pueblos se podrán reunir en función de unos atributos comunes en torno a un único criterio clasificador (regiones bilingües vs. Regiones monolingües; Norte vs. Sur vs. Insularidad; Reino de Sobrarbe vs. Corona de Aragón vs. Cataluña; Ricos vs. Pobres…), de tal modo que una misma persona puede incluirse, a la vez, en alguno de estos “pueblos” tan eclécticos y disonantes. Por lo tanto, no creo que “Un pueblo traicionado” sea un buen título para esta obra. Tal vez tampoco “Pueblos traicionados de España”, aunque este ya se acerca un poco más al hecho plural que la realidad española exige.
“Crónica de la corrupción e incompetencia política en España desde 1874 hasta la actualidad”. Ese es el título correcto de esta sobresaliente obra, y que resume perfectamente la unidad narrativa de la tesis de Preston. De hecho, la sombra de este título alternativo, mucho más fiel al espíritu del ensayo, aparece, oculto en minúsculas, en su portada. Porque eso es de lo que se habla en este libro: un compendio de hechos históricos que ilustran, de manera más o menos preclara, la existencia de un clientelismo perpetuo, crónico y descorazonador en el seno de la clase política de España, cuyas consecuencias afectan a los tres poderes democráticos.
La corrupción no es endémica de España. Se trata más bien de una epidemia global. O de una pandemia. Afecta por igual a todos los países de todas las épocas históricas, si bien en la actualidad aparentemente se ha conseguido, en algunos países europeos, poner coto a ciertas prácticas corruptas que antaño se toleraban. Y aquí es donde opino que flaquea Preston: no realiza una comparativa crítica de la corrupción española con la de otros países de su entorno. De este modo parece que la España de la Restauración era la única nación corrupta de Europa, mientras que el Reino Unido, Prusia o Francia, por ejemplo, ya se habían consolidado como ejemplos de la honestidad y la transparencia política. O, también, que el III Reich consiguió crear una máquina perfecta de destrucción sistemática sin necesidad de corromper a políticos, generales e industriales. Nada más lejos de la realidad. Por ejemplo, en sus “Recuerdos”, Tocqueville describe a la perfección un sistema corrupto de elección del Parlamento de la II República Francesa, en 1848, de modo que él mismo se hizo con un escaño como diputado en dicho parlamento, tras obtener 110.704 sufragios de los 120.000 posibles en su departamento. Por otra parte, el caciquismo y el desprecio por el sufragio universal fue patente en Reino Unido hasta los albores de la II Guerra Mundial. Por ejemplo, el voto secreto no fue instaurado hasta el Ballon Act de 1872. Y el sentimiento de superioridad de una clase aristocrática y burguesa hizo que la opinión política de las clases sociales “inferiores” fuera infravalorada. Por lo tanto, la corrupción era la regla fundamental de funcionamiento de unas democracias imperfectas que empezaban a bostezar en el continente europeo.
La democracia según la élite británica de principios del siglo XX. Extracto de la película “Lo que queda del día” de James Ivory, 1993.
Preston ha conseguido novelar ciertos hechos históricos, muchos de ellos inconexos en el tiempo o en el espacio, para generar así una narración ágil y amena que nos lleva desde los primeros años de la Restauración, en 1874, hasta casi la actualidad más candente, como lo son los turbios asuntos de la Casa Real contemporánea. Sin embargo, para desarrollar esta trama, que incide en la tesis de que España va mal “porque los políticos son unos corruptos y unos nefastos”, necesita aplicar algunos recursos de los que tanto abusan los historiadores justificativos: hipertrofia de ciertos hechos históricos intrascendentales (el regalo de un Rolex a un ministro, la ineptitud de un diputado…), ocultación de información muy significativa (los efectos de la “Gripe Española” en la crisis económica y social europea tras la I Guerra Mundial) e introducción de chascarrillos y opiniones personales de escaso o nulo valor. Tal vez sin justificación no se puede crear un discurso coherente y entretenido, pues esa justificación es la que permite hilar los acontecimientos uno detrás de otro, como si el acontecimiento anterior tuviera una relación unívoca con el sucesivo, y se generan así ciclos y repeticiones dentro del argumentario que facilita la digestión de los datos aportados en la narración. Pero, en verdad, ni la historia de España, ni la de ningún otro Estado-nación, se puede explicar mediante relaciones unívocas de hechos históricos: somos como somos no por una razón histórica, sino por una telaraña de causas-efectos, probablemente impenetrable e incomprensible. Tampoco la historia es trágicamente cíclica, ni los seres humanos estamos eternamente condenados a caer en los mismos errores. La realidad de los ciudadanos que viven en el mundo no puede ser explicada al modo de los decadentistas, que consideran a una sociedad como un ser vivo con un nacimiento, juventud, madurez, decadencia y muerte. Ni como los optimistas, que tienen fe en el progreso ilimitado. Una lectura errónea de la obra de Preston puede hacernos pensar que España no tiene solución, que siempre caerá en el mismo error y se verá arrastrada al abismo por políticos corruptos e inútiles. Cuando en realidad eso no es así: nada está escrito: el presente y el futuro pertenecen a los españoles del presente y el futuro: los errores pasados no se transmiten epigenéticamente como el pecado original de los católicos. Si mejores o peores, ni Preston ni otro intelectual podrá predecirlo.
En resumen, recomiendo la lectura tranquila, pausada y crítica de “Un pueblo traicionado”. Y, sobre todo, no dejarse llevar por la mala leche y el sentimiento de impotencia que, en ciertos pasajes, pueden invadir al lector: recordemos que la historia explica por qué somos como somos, pero que no se puede justificar ninguna acción punitiva futura en base a hechos cuyos protagonistas fallecieron hace décadas, cuando no siglos.